#ElMomentoOtaku: Definiciones y reflexiones de una periodista otaku que salió del clóset

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“No soy otaku. Sólo veo anime, leo mangas, canto openings, tengo una foto de anime de perfil, colecciono más de 200 fotos de personajes en mi galería, lloro por animés, ¡pero no soy otaku!”, reza un meme muy popular que dio la vuelta al mundo de internet en las últimas semanas.

Mientras preparo esta nota para #ElMomentoOtaku, nueva sección que incorporamos en La Ciudad, sacudo la cabeza al ritmo del opening (canción de inicio de un programa de anime) de “Komi-san no puede comunicarse” y me rio sola. Me río porque lo entiendo: Además de ser periodista, yo siempre fui una otaku pero, hace unos años, tal como enunciaba el meme citado anteriormente, no era capaz de considerarme como tal, ni para mí misma, ni para el resto.

En diciembre del 2008, una bloguera se preguntaba en su página web: “¿Soy otaku? Pues, no sé. Tu dime. Un otaku es un fanático de la animación japonesa y, muchas veces, de todo lo que produce Japón, como anime, mangas, música, comida, ropa, incluso el idioma. No sé si yo soy otaku, no me considero una al 100. Para aquellos que nada saben de estas cosas, pues han de decir que soy una ‘fenómeno’, traumada con los japonesitos. Porque, claro, los otakus son vistos como bichos raros, porque lo son.

¿Quién quería ser otaku hace diez, veinte años, o incluso más, atrás? Ser considerado un/a otaku, aún si estabas muy lejos de serlo, era motivo de vergüenza, humillación. Era el fin de la vida social, sobre todo en la escuela.

Durante aquellos años, ser o no ser (perdón, Shakespeare) vistx o leídx como otaku, dependía de factores muy extraños y, muchas veces, poco definidos. Por ejemplo, si eras una piba de trece años que llevaba un llavero de Pikachu colgando de la mochila, eras otaku. Y, si eras un pibe que entraba al colegio vestido como Gokú por completo, también eras otaku.

Una persona otaku es aquella que es aficionada a la cultura japonesa, sobre todo la animación (anime) y las historietas (manga), pero se extiende a otros aspectos, como la moda y la gastronomía.

Para ser consideradx unx otaku, bastaba solo con parecerlo, aún con pequeños elementos que, a veces, podrían pasar incluso totalmente desapercibidos en otros espacios, como un simple llavero, pero que, en los tiempos hostiles de la escuela secundaria, eran notados casi al instante y parecían significar el final de todo.

Por eso yo, cuando iba al colegio, intentaba mantener mi afición en secreto, aunque era algo imposible. Crecí mirando Sakura Card Captor, Samurái X, Pokémon, Inuyasha, Hamtaro, mientras mi mamá me retaba para que “deje de mirar a los chinitos” y me ponga a hacer la tarea o terminara de tomar la leche.

De más grande, en la adolescencia, me inicié en otro tipo de animés, como Bleach, en los varones se mataban a espadazos y las minas eran, comúnmente, consideradas “adornos”, y el bichito del feminismo empezó a picar. Pero eso es otra historia…

No fue hasta entrada la edad adulta, a mis veintitantos, que me introduje en el mundo del manga (historietas japonesas), en búsqueda de otras lecturas que me despegaran un poco de la narrativa a la que venía acostumbrada desde chica. Y allí entré, con muchos prejuicios. Porque, tal como designaba la bloguera más arriba, yo también creía que los otakus eran “esos bichos raros” que, entre otras cosas, “miraban y leían dibujitos chinos y no se bañaban”.

Esas concepciones y definiciones erróneas sobre “los otakus” que yo acarreaba a los veinte, eran las mismas que eran dirigidas hacia mí en mi infancia, por otro grupo de chicos y chicas, que pensaban que yo era “una de esas”. Y al darme cuenta de en lo que estaba incurriendo, me explotó la cabeza, y empecé a cuestionarme las cosas, a cuestionarme incluso a mí misma, a derribar muchos muros.

Y así, sin darme cuenta, comencé a “salir del clóset” del otaku: Volví a ser feliz, como cuando era chica, al rever Sakura, o al iniciarme (tardemente, lo sé) en Sailor Moon. También encontraba felicidad en completar, a modo de trabajo de hormiga, colecciones de mangas de varios tomos (gracias Panini, gracias Ivrea). E incluso comencé a asistir a convenciones otakus, bien conurbanas, bien del oeste, en el que conocí, no solo un montón de artistas que no conocía, sino una comunidad que, sí, son “bichos raros”, pero que están muy lejos de los pensamientos prejuiciosos que los rodean.

Además, al fin y al cabo, ¿qué es una si no una freak, una ‘bicho raro’ más del montón? Salir del clóset otaku, así como años anteriores había logrado despegarme del armario de la sexualidad, fue una especie de renacer, de conocerme y reconocerme a mí misma, a una faceta que, por el prejuicio y la mirada ajena, había intentado disimular y ocultar durante mucho tiempo.

Y aquí estoy hoy, “mutante y orgullosa“, como quiero que se sientan, en este espacio y en muchos otros, todxs aquellxs a quienes les dijeron que ser diferente era algo malo.

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